lunes, 12 de agosto de 2013

Pronto...


 Prólogo


—¡Malditos! —alcanzó a salir la palabra por los labios malheridos del hombre que trataba de defenderse de la brutal golpiza.
Pero sus contrincantes no lo oían. Ellos por su parte también proferían insultos contra el hombre a quien pateaban, débil e indefenso en el suelo del rincón más oscuro y alejado. Era injusto, él era uno sólo y los demás tres.
—¡Así que te crees mejor que nosotros! —vociferó uno de los hombres mientras pateaba el abdomen que el joven trataba de defender con sus brazos—. No eres mejor que nadie, eres tan delincuente como nosotros y mereces estar aquí.
—Quizás merezca algo más —dijo otro halándolo por los negros cabellos—. Quizás merezca el infierno.
—No, el infierno es poco —dijo el jefe de la pequeña banda—. ¿Acaso nunca te dijeron qué les hacen a los violadores cuando van a la cárcel?
Fabián presentía que ese momento llegaría. Desde que lo ingresaron en esa horrible cárcel, tres semanas atrás, sabía que su integridad corría peligro. Las sospechas se hicieron más fuertes cuando descubrió que ese trío de bandidos no le quitaban la mirada de encima, y más aún cuando todo el mundo sabía por qué cargos había sido condenado: abuso sexual y asesinato.
En medio de sus pensamientos, sintió como era levantado del suelo por los brazos. La golpiza había tenido la intención de doblegarlo a la voluntad de sus atacantes. Fabián ya no se defendía, no tenía fuerzas.
El pánico se apoderó de él cuando sintió que unas manos comenzaban a desabrochar sus pantalones.
—¡No! —gritó sacudiéndose, tratando de volver a la lucha.
Sintió que de nuevo era golpeado y caía al suelo.
—¿También ella gritó así cuando tú la violaste? ¿Quieres saber lo que se siente?
—¡Yo no la violé! ¡Yo no la maté!
—Eso dicen todos —dijo el hombre que se agachó para continuar quitándole el pantalón.
Fabián no se rendiría tan fácilmente. Prefería morir en el intento. Desde el fondo de su ser, desde su ansia de mantener su integridad y su rabia incontenible, siguió retorciéndose, luchando para evitar lo que ellos pretendían.
—¡Quédate quieto! —dijo el mismo hombre golpeándolo en la cabeza.
A pesar de que el golpe era tan fuerte como para aturdirlo, Fabián siguió luchando: no era él, era su fuerza interna, su rabia, su miedo.
—¿Qué hacemos? Si seguimos golpeándolo se nos puede pasar la mano. Además debe estar consciente cuando pase —dijo el hombre que había tratado de desvestirlo, preguntándole a su jefe.
El jefe de la banda, al que le decían el Navaja, observó a Fabián. Era asombroso que pudiera luchar de esa manera. Nunca, en sus doce años en prisión había visto a alguien así. Sacó un puñal de su bolsillo y se agachó junto al joven.
—¿Contra esto también te vas a hacer el valiente? —preguntó burlón mientras halaba los cabellos del muchacho con una mano, y sostenía el cuchillo frente a los ojos de este con la otra.
Fabián pensó que su vida había llegado a su fin. Pensó que era injusto. No merecía morir así: en la cárcel, con su buen nombre vilipendiado y en medio del acto más cruel que pueden proferirle a un ser humano.
—¡Mátame! —dijo Fabián.
—No, no te voy a matar, eso sería muy fácil —dijo el hombre—. Además me pagaron por hacerte lo mismo que tú le hiciste a ella, a esa pobre muchacha.
Fue una revelación. Así que le habían pagado. ¿Quiénes? Qué tonta pregunta. Era natural que habían sido los padres de Lucía.
—Prefiero la muerte —dijo Fabián.
—Pero no la vas a tener —dijo el hombre—. Pantera, sigue con lo que estabas haciendo. Me parece que serás el primero en tener el honor de iniciar al caballero en el amor de cárcel.
Fabián sintió que de nuevo tomaban su pantalón para quitarlo.
No lo soportaría.
No lo permitiría.
Decidió que no lo permitiría. Su rabia actuó por él. Sin saber de bien cómo lo planeó o qué pretendía, una de sus manos fue directa y ágilmente al rostro del Navaja para presionar el pulgar sobre uno de sus ojos. El hombre había estado desprevenido y sólo lo notó cuando sintió el dolor. Fabián aprovechó el instante y en un segundo se apoderó del cuchillo sin mayor dificultad. El factor sorpresa jugaba a su favor pero debía actuar rápido, sin pensar: el que piensa pierde. Así que sin más ni más, clavó el puñal en la garganta del Navaja.
Jamás se imaginó que apuñalear a una persona fuera así. Sintió la sangre caliente saltar sobre su piel mientras el cuchillo entraba en su carne con algo de dificultad. Los ojos del hombre estaban muy abiertos y Fabián los miró antes de notar que de la boca del hombre también salía sangre en medio de un sonido ahogado.
—¿Qué hiciste? —preguntó el Pantera alejándose de él. La pregunta no sólo mostraba sorpresa, también denotaba miedo.
Esa pregunta bien podría habérsela hecho a sí mismo. ¿Qué había hecho? No había asesinado a Lucía. Pero ahora asesinaba a un hombre. Ahora sí se había convertido en un asesino.
Con dificultad se levantó tembloroso, no sólo por los golpes previos, sino por lo que acababa de hacer. Los otros dos estaban un poco lejos. Era él el que tenía el cuchillo, todavía con la sangre del delincuente.
—Vamos, tenemos que avisar al guardia —dijo el otro hombre al Pantera.
Los dos hombres se marcharon corriendo. Eran unas sabandijas. Muy valientes en grupo ante la indefensión de un hombre solo y menguado por la tristeza y la desesperanza, y muy cobardes cuando era él quien tenía el arma.
¿Y ahora?
Iban a venir por él. ¿A dónde lo llevarían? ¿A la cárcel? Ya estaba en la cárcel.
Estaba en la cárcel por un delito que no había cometido. Lo habían condenado a cincuenta años por un pecado que no era suyo. Y ahora, seguramente la pena aumentaría. Pero esta vez sí era culpable.
La vida era muy injusta. El verdadero criminal, el que había preparado la violación y el frío asesinato de Lucía estaba en la calle, quizás planeando lo mismo contra otra mujer. Y él, que había asesinado por defenderse, estaba tras las rejas y quizás jamás volviera a salir de allí.
Ellos tenían la culpa. Los Iturbe. La familia de Lucía, quienes no habían dudado en echarle la culpa de lo que le había pasado a la joven. El gran Eugenio Iturbe había movido cielo y tierra para enviarlo a él a prisión aun sin tener la certeza de que había sido el responsable. La gran señora Silvia de Iturbe había llorado en los estrados hablando del acoso al que Fabián sometía a su niña adorada… La dulce Valeria Iturbe, la hermana menor de Lucía... ¡Valeria podía dar fe de que él no había sido, y se había quedado callada!
El ruido le alertó que los guardias ya venían. Dos de ellos aparecieron en el lugar con sus armas de fuego desenfundadas.
—¡Danos el puñal! —gritó uno de ellos apuntándole.
Fabián vio que su mano todavía sostenía el cuchillo. Lo observó con horror durante unos segundos antes de arrojarlo al suelo. De inmediato, los guardias se acercaron y lo sometieron para ponerle esposas. Un tercer hombre se acercó a verificar que el Navaja estaba muerto.
—¿Qué hiciste, muchacho? —preguntó el hombre a Fabián.
—Defender mi dignidad —respondió él.
—En la cárcel no hay dignidad.
—La mía la llevaré hasta la muerte.
El guardia hizo un gesto a sus compañeros para que se lo llevaran. Sabía lo que le esperaba: celda de castigo… y un aumento en su condena.
Mientras era llevado por el patio, ante la mirada curiosa de los demás presos, Fabián pensaba que todo aquello no tendría por qué haber sucedido. Todo por culpa de los Iturbe. Por ellos estaba allí. Por culpa de todos ellos, incluida Lucía. Ella ya estaba muerta, pero los demás no. Los otros estaban vivos, y por esa dignidad que le quedaba y que acababa de defender, tenía que vengarse de ellos. Lo habían convertido en un asesino. Tenía que hacerles pagar su sufrimiento y el de su familia.
Sí. De ahora en adelante su vida debía concentrarse en la venganza hacia los Iturbe. No importaba si tenía que hacerlo desde la cárcel o desde el infierno. Todos los Iturbe tenían que pagar. Absolutamente todos.

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(Capítulo sin editar).


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